¿Y los días de vinos y de rosas?
Jueves, 2 de diciembre del 2010 Joan Barril Periodista
No sabemos si en el vino, como decían los clásicos, está la verdad. Pero hay que sentirse muy sobrio para decirla. Y la verdad del vino es una verdadera paradoja. Hay mucho vino en los campos y en las bodegas y mucho menos en las mesas. ¿Qué está sucediendo en este producto ancestral que se remonta al descubrimiento del aceite, de las salazones, del trigo y de las primeras ofrendas a los primeros dioses? Busquemos el vino a pie de calle y no lo encontraremos.
¿Saben ustedes que España ocupa el penúltimo lugar en consumo de vino de Europa justo detrás de Suecia? Me lo cuentan en una magnífica bodega de la calle de Enric Granados llamada, como no podía ser de otra manera, Bacus, en honor del que fue el gran inspirador enológico de la antigüedad.
El propietario de Bacus sabe de lo que habla. Lee, analiza, describe y pontifica. Vale la pena escucharle. «El consumo de vino en España se sitúa en torno a los 16 litros por persona y año». Mientras los políticos intentan convertir el vino en una suerte de bandera nacional la realidad está en otra parte.
El mercado vitivinícola está absolutamente atomizado. Muchas bodegas para tan poco consumo. Muchas bodegas que no pueden hacer frente al empuje de las grandes compañías cerveceras. El enemigo del vino no es otro vino, sino la potencia publicitaria con la que la cerveza promociona y patrocina toda la actividad humana, desde los deportes de competición hasta los castellers. El vino, mientras tanto, envejece en las lagares a la espera que el consumo diario lo descubra.
Me dice el semidiós Bacus que en Catalunya el vino ya no se pide en las barras. Lo haríamos en Francia, donde el consumo sobrepasa los 40 litros por persona y año. Pero en Catalunya el vino ha caído en desuso. En primer lugar por el desprestigio al que ha sido sometido por el fundamentalismo salutífero de ciertas autoridades que consideran que el vino es alcohólico pero que la cerveza debe ser algo así como el agua de Vichy. En segundo lugar por el cambio de cultura doméstica que obliga a los ciudadanos a comer fuera de casa. Y ¿qué hay fuera de casa? Unos vinos de precio inflacionario auspiciados por bodegueros noveles que han llevado los excedentes de la industria inmobiliaria hacia inversiones más nobles como puede ser el vino.
El vino español, domesticado por esos inversores cortoplacistas, acaba resultando caro. Mientras que el vino francés, consciente de lo que se estaba jugando, ha logrado mantener los precios y hacerse con una cuota de mercado que ya quisieran para ellos ciertos cavistas catalanes fuera de la temporada navideña.
La cerveza está al acecho de los manteles y busca un público joven al que los bodegueros del vino no han sabido tentar. Bacus se lamenta de esa miopía de los elaboradores cercanos. «Lo difícil es hacer un buen vino. Y aquí sabemos hacerlo. Pero lo fácil debería ser venderlo. Y eso, por lo visto, no es elegante». Demasiados esfuerzos en asomarse a la guía Parker y demasiada desidia a la hora de colocar el vino en las barras de tapas y en los restaurantes de menú de mediodía.
Bacus me deja en la soledad de Enric Granados y, de pronto, me he sentido vinícolamente sueco.
Origen información: El Periódico
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