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sábado, 28 de junio de 2008

Inmenso mar color de vino

Inmenso mar color de vino

FÉLIX De Azúa
Los viajes de contenido científico son los más agradecidos. Un grupo de expertos nos fuimos a La Rioja con la intención de explorar los límites del vino. Los límites no en un sentido modesto, sino chulo. Buscábamos la bodega más pequeña y la más grande, para confirmar el juicio (insuperado desde Aristóteles) de que la verdad y lo bueno están en el medio justo. Y lo comprobamos, vaya si lo comprobamos.La más pequeña es una joya salida de un retablo flamenco del siglo XV. Su nombre, Arar, poco dirá al común, ya que su producción es tan exquisita, 6.000 botellicas al año, que apenas si es conocida. La llevan dos animosos socios y sus respectivas.Llegado el momento, se remangan y suben o bajan a brazo las barricas de 50 kilos desde la puerta de la casa hasta los calados.La más grande, por el contrario, parece una central nuclear. La sala de cubas era un océano de aluminio. Producen 20 millones de botellas. Aquí lo admirable es cómo se las ha apañado Ignacio Quemada para imaginar espacios colosales, cientos de miles de metros cúbicos. En la terraza que da a la sierra de Cantabria, sin embargo, intuimos la sima del problema riojano. Uno de los amigos, que es nativo, enardecido por la altura de la conversación, exclamó: "¡Chorra más da todo!".La maravilla de los forasteros fue piramidal. Preguntado por el origen de tan exacta frase, adujo como lo más normal del mundo que es usual en las tres Riojas, con variantes. A partir de ese momento ya solo pudimos repetir una y otra vez: "¡Chorra más da todo!", porque es que es verdad. De pueblo en pueblo, constatando que la riqueza no mejora la construcción sino que la empeora, en lugares donde debiera lucir buena y noble piedra, pero que no muestran sino ladrillazo y chamizo, una habitación similar a la de Chechenia, nos repetíamos cabeceando: "¡Chorra más da todo!".Solo días más tarde, en la perfección del medio exacto, en las bodegas Amézola de Montalvo, pudimos callarnos la boca y ver cómo caía una tarde ciruela y se alzaba la luna roja como el mar de vino.

Orígen información: El Periódico

lunes, 25 de febrero de 2008

Uno de los primeros 'château'

Uno de los primeros 'château'


La familia Amézola de Mora recuperó en 1986 unas instalaciones con 150 años de historia en Torremontalbo
TXEMA G. CRESPO - Vitoria - 29/09/2001

La filoxera arrasó de tal modo La Rioja hace más de un siglo que todavía hoy sigue siendo referencia inevitable en cualquier conversación que se mantenga en una bodega. Y en la de Amézola de la Mora, en la localidad riojana de Torremontalbo, aún más, ya que aquella plaga supuso el final de una larga etapa de dedicación a la viniviticultura por parte del conde de Hervías.
Fue una calamidad que acabó con cualquier asomo de vid que había en toda la región. Algunos volvieron a plantar, en busca del vino que ya había dado fama a La Rioja, pero otros prefirieron cambiar el cultivo antes que tener que esperar a ver si brotaban los nuevos sarmientos o regresaba la filoxera. Este fue el caso del dueño de una de las fincas más propicias y agradecidas de la zona, en la confluencia de los ríos Ebro y Najerilla. Su dueño optó por plantar cereal en unos terrenos de suelo arcilloso-calcáreo, más idóneos para el viñedo que para el trigo.
Es más que seguro que los hermanos Íñigo y Javier Amézola de la Mora debieron escuchar en su infancia muchas historias que recordaban la bodega que había tenido su bisabuelo, un poco más allá de la casa familiar, donde todavía hace 25 años sólo quedaba un pequeño edificio en pie. Ya por entonces, estos dos abogados residentes en Madrid barajaban recuperar la memoria vinícola familiar de una finca que desde hace 800 años ha estado vinculada a los Manso de Zúñiga, segundo apellido del padre de estos dos emprendedores.
Y el sueño se hizo realidad en 1986, cuando abrió sus puertas la bodega, y se dio fecha al primer vino con el nombre de Javier e Íñigo. Atrás quedaban los esfuerzos para adquirir los terrenos que rodeaban las antiguas bodegas del bisabuelo, la plantación de vid y la recuperación de los calados de hace 150 años. El resultado es una de las bodegas pioneras en implantar en La Rioja el estilo del château francés, caracterizado por el autoabastecimiento de uva.
Desde el mismo acceso que parte de la carretera que une Logroño con Vitoria, a la salida de Cenicero, se aprecia una apuesta por el paisaje determinante, como si cada cepa se hubiera plantado para formar un conjunto armónico con los edificios de la bodega. Son 60 las hectáreas que abastecen la bodega, formadas en su mayor parte por la variedad tempranillo (la estrella de La Rioja, la que aporta la identidad a los vinos de esta denominación de origen), aunque también hay presencia de mazuelo y graciano.
Una vez que se llega a la bodega, la visita imprescindible es a los calados (cavas), recuperados después de casi un siglo de abandono. El descubrimiento de este pequeño laberinto fue progresivo. Los hermanos Amézola de la Mora tenían la certeza de que su bisabuelo mantenía un pequeño laberinto subterráneo para conservar su vino. Fue necesario el trabajo de 30 canteros gallegos durante más de un año para recuperar estos calados, en los que reposan las botellas que albergan los caldos de las marcas Viña Amézola (crianza), Señorío de Amézola (reserva) y Solar de Amézola (gran reserva).
El primero de estos vinos data de 1990, ya que los periodos de crianza en barrica y botella son siempre superiores a los mínimos que exige el consejo regulador de la denominación de origen. No se compra uva ni vino, por lo que las 30.000 cajas que producen al año son fruto propio, desde la poda a la venta, y el 40% está destinado a la exportación.
Los fundadores de la bodega fallecieron prematuramente en 1995 y 1999. Los actuales propietarios confían en la renovación que traerán las hijas de Íñigo Amézola de la Mora, que en breve se harán cargo de la bodega.

Orígen información: El País