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miércoles, 20 de junio de 2012

Blog para expertos: LA TRISTE HISTORIA DE LA ETIQUETA ESPAÑOLA (I)

El principal pecado de gran número de las etiquetas españolas es su difícil lectura y comprensión y no digamos del diseño, al ser un producto de creadores artísticos a espaldas del producto, en  vez de diseñadores especializados en la proyección de marca.
Con tantos años de profesión e innumerables descorches tanto en la Guía Peñín como en distintos lugares, he tenido que fijarme detenidamente en un montón de etiquetas españolas para poder enterarme de lo que dice y así reflejarlo en mi cuaderno de catas. No se por qué, gran número de bodegueros son refractarios a ponerse en manos de profesionales del diseño de etiquetas, sumado al escaso interés por el packaging (diseño de la imagen de marca) y por el branding (crear un buen nombre para la marca). Prefieren gastarse en tecnología bodeguera  –generalmente sobredimensionada- que diseñar lo que primero el comprador va a conocer del vino: la etiqueta. Sostienen que lo primero es hacer un buen vino y en consecuencia  se venderá fácilmente. Craso error cuando en realidad ya muchos elaboran grandes vinos.  Siempre habrá un amigo que se lo puede hacer gratis o barato. Para estos menesteres siempre tendrá a un cuñado que conoce a un dibujante con vocación de pintor –de brocha fina, se entiende- que le dirá aquello de “voy a crear una etiqueta diferente, estoy harto de ver que la mayoría de las etiquetas son iguales”.  Frase lapidaria de quien desconoce la función de una etiqueta y es ser el instrumento comercial del vino y adaptarse a la regla de los equilibrios. Para estos francotiradores, la etiqueta es simplemente plataforma de promoción gratis, no como diseñador de etiquetas, que para ellos les suena mal, sino del artista. El argumento de la originalidad se estrella ante la presencia desmesurada de multitud de diseños alocados con nombres algunos ilegibles por  ese afán de nombres escritos a mano.
Tres cuartos de lo mismo sucede con las botellas. Un alto directivo de una multinacional del  vidrio me comentaba que las bodegas españolas son las que más demandan diseños raros de envases. Tanta rareza en los lineales de los supermercados genera confusión y acaban por no identificar al vino. Hay un afán de escapar de la botella bordelesa que se diseñó industrialmente en forma de cilindro para poder almacenarla horizontalmente y no para otra cosa. Muchos bodegueros suspiran por envases con culos estrechos y hombros anchos, cuellos sin gollete de difícil utilización del sacacorchos y pesadísimas botellas borgoñonas con un vidrio tan oscuro que impide saber si su contenido es blanco o tinto. Somos el país de la desmesura. Pasamos de hacer las peores etiquetas del mundo hasta los años 90, a los diseños actuales más pretenciosos y ambiguos.
EL BARROQUISMO DE LOS AÑOS SESENTA
En los años Setenta del pasado siglo abundaban  las etiquetas un tanto barrocas con alusiones góticas. Algunas con fondo de pergamino coronado por un escudo de armas con blasones -muchas veces inventado-  de sombrío origen. Los colores sepia y amarronados campaban por sus respetos.  En aquellos años también se pusieron de moda las etiquetas con banda cruzada siguiendo el modelo del “banda azul” del tinto Paternina, vino que en aquellos años se hallaba entre las cuatro marcas más prestigiosas de la Rioja. A comienzos de la década siguiente, aparecieron imitaciones del etiquetaje francés, con la típica ilustración gráfica del caserón de la finca rodeado de viñedo –que no existía- a modo de château bordelés.  En cuanto al envase  y al tapón, el panorama era más aldeano pues se confundía la botella tipo bordelesa que era más alta y esbelta con otra más corta y barata que se vendía en grandes volúmenes y, para mas inri,  producida por el monopolio francés de fabricantes de botellas. Siguiendo con el racanerismo de costes, se impuso un tapón de 40 cms. de longitud, frente a los 55 de las botellas francesas. La adherencia de las etiquetas era deplorable y era corriente que el papel tuviera los bordes separados o abombados. Era el resultado de unas máquinas etiquetadoras que, en muchos casos se sobreexplotaban, utilizándose colas adherentes no apropiadas. Sin embargo, en los años finales del siglo XIX y durante el primer tercio del XX, cuando los vinos se embotellaban en los puntos de destino en las delegaciones de las bodegas en Madrid, Bilbao o Barcelona, la apariencia de las botellas era mucho mejor pues se envasaba y etiquetaba a mano. Era un alarde de artesanía rematado con un encapsulado con lacre.
En los Ochenta fueron los catalanes los primeros en adoptar el modelo europeo aunque sin un estilo determinado. Los cavas y los tintos que hasta esta década dominaban el mercado catalán, dieron paso a un gran número de nuevas marcas de blancos con mejor empaque. Sin embargo, las autoridades autonómicas “invitaron” a traducir al catalán algunas de las etiquetas ya consolidadas y  “obligaron” a las nuevas a incluir texto en este idioma y la utilización de vocablos con apóstrofes de difícil lectura para el consumidor universal. Todo al revés, en vez de buscar caminos fáciles para la exportación, se inició una carrera de reivindicación política de la lengua catalana que solo sirvió para aumentar, solo ligeramente, el consumo en Cataluña y bajar en el resto de España.

RACANERISMO AL DISEÑO
En estos años, gran parte de la producción y diseño del etiquetaje nacional nacía de las imprentas riojanas especializadas en este capítulo adoptando un mismo patrón para todos sus clientes. El único alarde artístico consistía en retocar  manualmente o infográficamente alguna foto de las fachadas de las propias bodegas. Después nació un verdadero furor en dar un cambio al etiquetaje  por facilitar un nuevo aire de modernidad a las marcas pero siempre con el apunte y retoque impuesto por el cliente. Las bodegas más potentes se ponían en manos de diseñadores británicos y neoyorquinos cuyos trabajos mostraban ciertas actitudes conservadoras pero mejorando el balance en el posicionamiento de los textos, con hincapié en los tipos de letras y  tamaño de la caja de los distintos estratos de la etiqueta. Este trabajo -con honorarios elevados- aparentemente simple pero de gran peso  comercial en su estética, no fue realmente considerado por muchas bodegas que decidieron contratar a francotiradores del diseño nacionales, muchos de los cuales con innegables condiciones artísticas pero sin experiencia en la actividad de diseño de etiquetas. A comienzos de la década de los Noventa los primeros profesionales españoles especializados en los “coppy” publicitarios, comenzaron a trabajar en esta especialidad con cierta dignidad, imponiendo con cierta valentía sus reglas e impidiendo cualquier manipulación del cliente. Algunas de esas etiquetas fueron modelo de otras, no tanto por su impacto estético sino por su huella mediática debido a la calidad del vino y su puntuación en reseñas y críticas. Esa demanda de cambio en las bodegas, alentadas en parte por las agencias publicitarias que comenzaron a entrar en un sector algo perezoso en aquellos años en la inversión publicitaria, generó la proliferación de los citados francotiradores. La inexperiencia  de estos culminó por romper con elemento esencial de las etiquetas del vino, como es el conservar ciertas reglas clásicas o neoclásicas que no se dan en otros productos. Algo que sí respetaron no solo los británicos sino incluso los diseñadores americanos, pues gran número de etiquetas de vinos californianos responden a un sentido neoclásico de diseño respetando el equilibrio de textos, formas y dimensiones.
LA ABSURDA MODA DE LO VERTICAL
La gran “contaminación” del etiquetaje del vino español vino de la mano de las etiquetas verticales y estrechas buscando una plástica y una razón artística que solo lo sabe el diseñador. Nombres en vertical y en algunos casos troceados a lo largo de la etiqueta y la obsesión de la marca escrita a mano, en la mayoría de los casos ilegible. El colmo llegó a finales de la década de los Noventa con la adopción de términos latinos, algunos entorpecidos por la adopción dela “V” en vez dela “U”. Y la tozuda obsesión de buscar nombres de parajes geográficos sin tener en cuenta la belleza del nombre, unas veces por razones sentimentales, otras por entenderse que todo nombre tiene un porqué, cuando en realidad pocas veces la documentación de la bodega informa de las vicisitudes y fuentes de la marca.
Cuando uno viaja al extranjero y contempla nuestras botellas en las estanterías de las tiendas junto a las italianas francesas e incluso las del Nuevo mundo, vemos que quedan empequeñecidas por la claridad, limpieza,  armonía y sencillez de las extranjeras. Nombres escuetos, sólidos, sin balanceo ni una letra más grande que la otra. Un panorama desolador que viene a alimentar otro mal del vino español: la comercialización.
En el próximo capítulo expondré algunos ejemplos de lo que se diseña en este país y unos consejos para crear  la etiqueta ideal.

Origen información: El blog de José Peñín

Nota de redacción: ver las reacciones suscitadas en Cataluña en Nació Digital

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