
Pero el beneplácito del consejo municipal no fue tan fácil de obtener al principio para el impulsor de la idea, el funcionario de la Oficina de Planificación Urbana Lutz Kosack. “Los políticos se oponían: temían que los espacios verdes se echasen a perder o se deterioraran, tenían miedo al vandalismo, y al rechazo de la ciudadanía”, recuerda.
Hasta que vieron los números: 100 tomateras plantadas en un parterre a orillas del río salían por poco más de un euro y medio la unidad, mientras el mantenimiento del banco que había allí antes, víctima frecuente de los gamberros, llegaba a costar 500 euros al año al contribuyente. Un metro cuadrado de tulipanes que había que replantar continuamente, o sustituir por otras flores, costaba 60 euros al año. Los arbustos que lo ocupan ahora le cuestan a la ciudad 10 euros, y encima proporcionan frutos.
Y cuando vieron el entusiasmo con que los vecinos acogieron el proyecto de la Ciudad comestible, que arrancó en la primavera de 2010, los ediles desterraron ya todas sus dudas. Se dieron cuenta de que desde el consistorio también se podrían recoger –literal y figuradamente– sus frutos.
En total, los cultivos cubren ya unos 8.000 metros cuadrados del tejido urbano de Andernach. Y, además, alrededor de la ciudad se extienden otras 13 hectáreas de terrenos municipales donde, a cargo del erario público, se practican ecológicamente la agricultura y la ganadería (con felices pollos y ovejas que se alimentan entre flores). Eso sí, los productos de origen animal (carne y huevos) no pueden recogerse a voluntad: deben adquirirse en una ecotienda a precios subvencionados.
La ciudadanía se ha involucrado muy activamente en el proyecto y ello ha abaratado enormente sus costes: muchos vecinos cavan, siembran, riegan, podan y, por supuesto, cosechan en los huertos. Se organizan apasionados debates sobre qué plantar en cada parcela, o cómo hacerlo, explica otro de los cerebros de la iniciativa, la especialista en jardinería Heike Boomgaarden. E incluso quienes no participan directamente en las labores hortícolas miman y respetan igualmente las plantas, que crecen en parajes que antaño eran urinarios nocturnos o estaban cubiertos de basura. “La gente es consciente de que otras personas van a comerse las cosas que crecen allí”, se felicita Kosack.
Kosack y Boomgaarden apostaron por la sensibilización como una de las claves del proyecto. El proyecto Gran Abeja ha llevado la apicultura a las escuelas, donde los alumnos cuidan de colmenas y plantan especies vegetales ricas en néctar para ayudar a sobrevivir a las polinizadoras. Y también por la educación en la biodiversidad agrícola. Así, en 2010 se llegaron a plantar a los pies del castillo un centenar de variedades distintas de tomates. En 2011, 100 variedades de judías. Y en 2012, 20 clases distintas de cebollas. Y se han recuperado especies autóctonas que estaban al borde de la desaparición, como la manzana Namedia Gold o la almendra de Renania.
El éxito del experimento, que ya ha recibido un buen número de premios por su contribución al desarrollo sostenible, la alimentación saludable, a la lucha contra el cambio climático y al impulso de nuevas formas de participación social, lo está haciendo contagioso: más de 300 localidades y municipios de Alemania, Países Bajos, Suiza o Austria, incluso de Sudáfrica y Australia, han pedido información sobre el proyecto. Algunas, como las germanas Minden, Kassel o Waldkirch, o la austriaca Kirchberg y Wagram, ya se están volviendo también ciudades comestibles.
Origen información: Ecoavant
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